Hace un par de días leí
una noticia acerca de un ciclo cinematográfico programado por la sala Los Angeles (Santander) bajo el epígrafe "Comedia clásica romántica". En el ciclo, que está teniendo lugar y que se prolongará hasta este domingo, tienen cabida
Sabrina,
Ariane y
Desayuno con diamantes. Tres joyas con un denominador común:
Audrey Hepburn.
Lo que me llamó la atención de la noticia en cuestión fue la
imagen que la acompañaba -y acompaña- con un pie de foto que reza lo siguiente:
"La diosa Audrey Hepburn, alma de las tres películas". No pude reprimir una sonrisa cómplice, un gesto de satisfacción. Por una vez, en lugar de perseguir "deificaciones herejes", veía saciada mi ansia mitómana.
Convertida en un icono, Hepburn no ha perdido un ápice de su encanto, de su magnetismo. Verla comer un croissant delante de Tiffanys me reconcilia con la belleza en mis
días rojos. Sin embargo, son esos mismos días los que me hacen ver cómo el mercado la ha convertido en un mero producto de consumo, estampándola en relojes y camisetas, ofreciéndola en packs o "individualizada", reproduciéndola en escala o a tamaño natural, coloreándola... El mundo, empeñado en engullir la imagen -y solo la imagen- de la
diosa, ha dejado de apreciar la verdadera razón de su belleza y elegancia y hoy la pone en venta para goce y disfrute de ídolos de barro. Parece que, como de costumbre,
el sabio señala la luna y los tontos miran el dedo.
Hoy los
dioses, definitivamente, ya no son lo que eran. Llamadme nostálgico si queréis, pero no soporto que, como decía Sabina,
las niñas ya no quieran ser princesas...