martes, mayo 16, 2006

Clasificando...

Nos encanta clasificar. Clasificamos objetos, personas, sensaciones... Todo, lo clasificamos todo.

En cierto modo es normal, el supermercado, la tienda de música, la facultad o un periódico se convertirían en entes caóticos e inasumibles para nosotros si mostrasen su contenido sin orden ni concierto.

Pero nuestra pasión clasificadora va más allá. Nuestro aprendizaje está basado en la clasificación, de hecho, perfeccionar nuestra habilidad clasificadora es indispensable para nuestro crecimiento intelectual. Observamos el mundo que nos rodea, aislamos objetos, y en base a sus características establecemos categorías y grupos que no existen más que a nivel conceptual, en nuestra mente -eso desde Ockham, y aunque la sombra de Aristóteles y Platón sea alargada.

En cualquier caso, yo tengo mis dudas acerca de esta nuestra manía de clasificarlo todo. Creo que nada nos gusta más que Google, porque simplemente busca en ese maremagnum de información desorganizada que es la red. ¿Para qué íbamos a ordenarla? De hecho, Gmail propone abolir la clasificación de mails. Dejarlo todo tirado y hacer una búsqueda años más tarde es mucho más cómodo.

Entre tanto extremo, sin embargo, debería imponerse cierta cordura. Y no siempre lo hace. Sin ir más lejos, la enseñanza está sujeta mayoritariamente al vicio académico de la hiperclasificación, esto es, que todo tenga que pertenecer forzosamente a un grupo de cosas o hechos. Nos enseñan que la historia se divide en X periodos, que la filosofía se desarrolla a través de X escuelas, que la literatura se estudia desde X perspectivas... Todo tiende a estar perfectamente delimitado, y es un engaño. Como el puzzle casi nunca encaja, lo encajan a golpes. Y así no se puede.

Esto, que puede parecer una cuestión baladí, da lugar a los más apasionantes sinsentidos. En una discusión académica uno puede presenciar momentos realmente cómicos. El otro día escuché una conversación surrealista, en la que dos historiadores se devanaban los sesos para indicar si una obra de un pintor -qué más da cuál- pertenecía a su primera o a su segunda sub-etapa de madurez. Vamos a ver, que yo sepa los pintores no dividían su obra en etapas, la dividimos -más o menos arbitrariamente- nosotros. Tampoco los estilos arquitectónicos se sucedieron amistosamente, diciéndose unos a otros "me he cansado de existir, te toca". Todo es mucho más complejo, entre el blanco y el negro hay un sinfín de matices, y aunque parezca obvio no todos lo saben -o no todos lo tienen en cuenta.

Este problema afecta mucho a las Humanidades -ésa es otra, ¿qué es humanidades y qué no? ¿por qué la pintura y la arquitectura se estudian en Arte pero la literatura se estudia independientemente?- y debería ser tenido en cuenta. Una fórmula o un teorema acaban donde acaban, una novela o un cuadro no.

Habida cuenta de lo anterior, no estaría mal que de vez en cuando abandonásemos el onanismo intelectual y analizásemos un texto, una obra o un documento con rigor... esto es, dejando de guiarnos por esquemas-tipo y por patrones estandarizados. Nadie duda de su valor pedagógico ni de la necesidad de recurrir a la clasificación para no naufragar en la ingente cantidad de datos que movemos a diario, pero es importante recordar que clasificar es un medio, no un fin. Aun siendo incómodo -o no-, cada texto de cada autor y cada autor de cada movimiento son un mundo en sí mismos, y no hay que perder de vista esta idea...
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