domingo, abril 23, 2006

La sociedad y el arte contemporáneo

"Sin conocer las potencialidades del medio usado por el artista y la tradición en que trabaja, no se pondrían en juego esas equivalencias naturales que interesan a los expresionistas. Lo que nos parece una disonancia en Haydn, podría pasar inadvertido en un contexto poswagneriano y, análogamente, el fortissimo de un cuarteto de cuerda puede tener menos decibelios que el pianissimo de una gran orquesta sinfónica. Nuestra capacidad para interpretar el impacto emocional de lo uno o lo otro depende de que comprendamos que ese es el extremo más disonante o más sono en la escala en que actuó el compositor...

[...]

El artista que quiere expresar o transmitir una emoción no encuentra simplemente su equivalente natural, dado por Dios, en términos de tonos o formas. Más bien [...] elige en su paleta el pigmento, entre los disponibles, que, a su modo de ver, tiene más semejanza con la emoción que desea representar. Cuanto más sepamos de su paleta, más probable es que apreciemos la elección"


"Expresión y comunicación" Meditaciones sobre un caballo de juguete.
Ernst H. Gombrich

Gombrich publicó Meditaciones sobre un caballo de juguete en 1963. Desde entonces el arte ha experimentado una vertiginosa evolución que continúa en nuestros días, consumando el divorcio del gran público con la creación artística... O no.

Porque lo cierto es que el arte nunca ha estado tan cerca de la gente: proliferan galerías, salas de exposiciones, ciclos y muestras. Las autoridades se obcecan en convencernos: "el arte sale a la calle". Pero ¿por qué? Lejos de responder a la buena voluntad de nuestros próceres, este súbito interés por difundir el arte se debe a fines económicos.

Que el factor económico es una constante en la historia del arte, nadie lo duda. Sin embargo el negocio ha adquirido nuevos y muy lucrativos matices en las últimas décadas. Para empezar, el arte se ha desligado progresivamente de la facturación artesanal, hasta el punto de ser hoy una actividad puramente intelectual. Las obras de arte ya no son fruto de la razón y la técnica: basta una idea.

Este hecho, comprenderán, nos convierte a todos artistas potenciales. Hace dos siglos, sin tener amplias nociones técnicas, difícilmente habría llegado usted a ninguna parte en este mundillo. Hoy un buen padrino y una promoción adecuada tal vez no le haga llegar al MoMA -¿o sí?-, pero a buen seguro pueden concederle algún premio y no pocas exposiciones. Su obra puede camuflarse perfectamente en cualquier sala de arte contemporáneo del mundo. Al fin y al cabo, el público no familiarizado con las nuevas tendencias -pongamos un 99% del total-, díficilmente distinguirá un guiño genial a la obra de Richard Serra de una obtusa chapuza. Así el número de artistas que exponen -y por lo tanto venden...- puede crecer desmesuradamente sin que nadie proteste alarmado por la proliferación de mediocridades. Creo que a nadie se le escapa que es imposible que haya, en los países civilizados, tantos artistas como premios de arte o espacios dedicados a muestras artísticas.

Todo esto me lleva a hacerme una pregunta: ¿cuál es la función social de una sala de exposiciones de arte contemporáneo? Eso de que el arte sea accesible a todo el mundo está muy bien, pero en la práctica nos encontramos con centenas de galerías, sujetas a las modas, que sirven a cuatro snobs para presumir de entendidos. Ocho de cada diez visitantes que acuden a ellas lo hacen para decir "eso lo hace mi niña de cinco años", el noveno lo hace para cantar las excelencias de todo lo que esté expuesto -con alguna excepción que haga buena su fama de "entendido"- y un décimo, con suerte, posee los conocimientos necesarios para emitir un juicio, subjetivo pero racional, de lo que ve.

¿Significa esto que el arte contemporáneo carece de sentido? En absoluto, pero su alejamiento de la sociedad se antoja insoslayable a tenor de las circunstancias actuales: museos, fundaciones y galerías dirigidas por psicólogos, economistas o críticos de escasa cultura artística -la historia del arte no empezó en el siglo XX, como muchos creen-; un sistema educativo que contempla sólo un año -en el mejor de los casos- de Historia del Arte; un nutrido grupo de artistas que insisten en dejar que "cada uno vea y juzgue qué le inspira" cada obra de arte...

Esto último es lo más peligroso -y aquí, para terminar, regreso al texto de Gombrich que no debe perder vigencia-, ya que se trata de una creencia extendida que, en el fondo, equipara el arte a un refresco o una comida. ¿Cómo va a juzgar una obra de arte contemporáneo, con su complejísimo contexto, una persona totalmente profana en la materia? "Puede gustar o disgustar", dicen. Sí, del mismo modo que puede gustar o disgustar un filete de ternera, pero eso no convertirá al filete en arte.

Un artista realiza una obra y un espectador la recibe. El artista emplea un lenguaje y participa de un juego que es el de la historia del arte. Si quien contempla la obra carece de información sobre ese juego, sobre ese lenguaje, sobre esas alusiones inevitables del artista a obras precedentes, no podrá comprender nada. ¿Acaso no sería absurdo abrir una sala donde se impartiesen lecciones inconexas de ingeniería genética, presuponiendo que todos estamos preparados para entenderlas? La mayoría de la sociedad no ha asimilado casi nada del arte del siglo XX, y sigue anclada en esa visión arcaica de la obra de arte como mímesis de la realidad. No porque no pueda superarla, sino porque las deficiencias de nuestro sistema y la falta de voluntad de quienes lo dirigen lo han impedido. El conservadurismo, el academicismo y la estrechez mental -especialmente en las altas esferas- lo han fomentado durante demasiado tiempo. Lo interesante, lo socialmente útil, sería proporcionarle medios a la gente para evolucionar en ese sentido.

De la otra forma, promocionando exposiciones indiscriminadamente pero sin preocuparse por ofrecer una formación adecuada en materia de arte, gobiernos municipales, autonómicos y estatales fomentan un negocio, pero no cultura.
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